Qué Será



“Qué será, será...

Whatever will be, will be...

The future is no ours to see...

Qué será, será...”.

Es la tonadilla que resuena en el dial de la radio cuando alguien da por concluida la sesión. El botón de encendido modifica su estado, eleva su posición anterior de manera casi inmediata y el cantar de Doris Day cesa. Alguien ha ejercido la leve acción de presionar con su dedo índice sobre la pieza de plástico, en cuya parte superior se puede leer el epígrafe anglosajón OFF. Ahora, con la incómoda presencia del silencio, ese alguien se deja ver. Una toga tejida de un negro infinito, con capucha propia para cubrir el cabello en su totalidad. En la tez de este ente desconocido: una máscara blanca, inmaculada, sin apenas parafernalia más allá de las dos líneas verticales rojas que surcan de arriba abajo el hueco reservado para los ojos, como dos heridas aún supurantes de sangre que el sistema inmune todavía no ha sido capaz de cicatrizar. La máscara oculta una sonrisa, o quizás dos o tres lágrimas. No se sabe. No se sabe su estado de ánimo. No se conoce qué emoción le ha embargado cuando la canción ha penetrado en el interior de su aparato auditivo para metabolizarla en forma de sentimiento. Esa máscara impide cualquier expresión emotiva, cualquier expresión puramente humana.

En la estancia, la penumbra que entreteje la luz al atravesar la única ventana, situada en el extremo superior de una de las paredes formando una abertura circular. Una puerta. Una silla en sus últimos estertores a juego con la mesa de falso caoba, sobre la que se encuentra la vetusta radio, corona el centro geométrico de la habitación.  En el muro perpendicular, siete cámaras de vigilancia observan con detenimiento cada movimiento que se realiza en este cuarto. Examinan esa penumbra con inusitada minuciosidad, como si tuviesen la intrínseca habilidad de dibujar en detalle cada uno de los espacios sin definir en posesión de las sombras.

Se inicia una intensa algarabía al otro lado de las siete pantallas, un jolgorio que hace presagiar que la acción que analizan con tanto detenimiento procede de un evento que ocasiona altas expectativas. Un evento de gran expectación. Las risas, las charlas, los gritos y las sugerencias. Los hombres. En este lado opuesto, los gestos de complicidad, los chascarrillos, los comentarios a volumen estridente, las especulaciones, los juicios inapropiados sin juez mediante pertenecen de forma exclusiva a integrantes de género masculino. De diversas estaturas, con alto índice de grasa corporal, en su peso ideal o extremadamente delgados, entrados en años o en plena pubertad, alopecia pronunciada, cortes de pelo estrambóticos, con la raya en el lateral, flequillo de punta, con o sin vello corporal, con o sin barba o con una incipiente. De todos los colores, de todas formas, de todas clases, compartiendo un deplorable comportamiento, un despreciable rasgo en común: la visión de un Gran Hermano con un único protagonista oculto, con la única intención de escapar, con la única intención de no ser juzgado. Ellos indagan, buscan cualquier indicio que les permita dar su opinión. Desquiciados intentos de enaltecer un ego maltrecho, fruto de los instintos mal entendidos. Un insulto y un desprecio a la razón. Una nueva sociedad.

De espaldas al ojo que todo lo ve, consciente de lo que sucede más allá de esas pantallas, de retransmisiones en vivo y de rebosante testosterona, el protagonista se permite un receso en su estoicidad. Retira con suma delicadeza la máscara nívea que cubre su rostro. El cabello cobrizo, el iris añil y el párpado lloroso. Rostro de mujer. Entre los sollozos generados, entre inspiraciones entrecortadas, se lleva su mano derecha a sus mejillas, se la lleva a sus lacrimales. Mejilla izquierda, lacrimal izquierdo, mejilla derecha, lacrimal derecho, sentido ascendente. Se seca las lágrimas. Alguien pulsa el botón de plástico que contiene el epígrafe anglosajón ON y da por iniciada la sesión. Ella. La música de Doris Day se escapa de los altavoces de la radio a modo de subterfugio. No necesita opiniones sobre ese instante de debilidad, no busca que existan injerencias entre ellos sobre sus apetencias, no pretende que se especule sobre su físico. No quiere ser juzgada, nunca más. No quiere permanecer oculta, nunca más.

“Qué será, será...

Whatever will be, will be...

The future is no ours to see...

Qué será, será...”.
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Nara



-Deberías dejar de molestar a los ciervos- sugirió ella.

Los tonos naranjas ya empezaban a dar relevo al añil del cielo. El gentío apuraba sus últimas fotos, con el día entrando en el crepúsculo. Más de uno aún quería ahondar en la historia de Nara, en el verdor de su parque, en la eternidad de sus templos, en el budismo, en el shintō, porque el anochecer pertenecía a lo salvaje. Sin luz, las bestias toman el testigo. Los ciervos regresan indómitos al interior de las entrañas del bosque, entre la espesa arboleda.

La oscuridad no permite instantáneas, no es segura. Los humanos tienden a buscar cobijo entre la civilización cuando anochece. Provienen de un espacio donde el azar no es prudente, donde el riesgo no es una opción necesaria. En Nara, la noche pertenece únicamente al bosque. Sin embargo, él se situaba por encima de lo establecido. Creía estar por encima de las leyes que dictan los dioses para con esta región. No creía en Buda, no creía en la naturaleza. Su único credo era el poder, el caos y conflicto. Y no había nada de sagrado en ello.

Siempre sintió que lo salvaje no debía ser considerado tan solo por la noche y decidió que, fuese donde fuese, reinase la barbarie. Así fue como comenzó. Increpó a los lugareños, hizo mofa y escarnio, golpeó a cada ciervo que se interpuso en su paso; primero, a empujones, por último, a mano cerrada. Si alguno se revolvía, él reculaba. Los ciervos son sabios, saben cuándo detenerse, pero él no tenía fin. Ella decidió que alguien debía frenar esa entropía antes de que llegase la noche.

– ¿Y tú quién coño eres? ¿Qué te has creído? Haré lo que me plazca. Este lugar es tan tuyo como mío - y en su actitud amenazante se intuía esa bestia desatada, fuera de lugar, de conquista a cualquier precio. Se encontraron muy cerca de TōdaiJi. A su puerta en forma de arco. Las mejillas de ella se incendiaron. Unas mejillas magentas por la ira, por una furia contenida. En torno a ambos, la multitud incrédula miraba la estampa sin atreverse a intervenir. En un súbito arrebato, él levantó su mano e hizo ademán de golpear a una cría de ciervo. Y lo hizo, al final lo hizo. La pequeña cría bramó con tal fuerza que heló el corazón de lo más profundo del bosque.

-Creo que no eres muy consciente de lo que te va a suceder. No permitas que el bosque haga justicia esta noche, deberías volver al centro y dejar de molestar a los ciervos- aconsejó ella con la voz entrecortada.

-Olvídame, bicho raro- y su violento festival continuó. O, al menos, hasta que la noche se cerró y el índigo inundó la zona. A él le pilló entre caminos de farolillos, alrededor de Kasuga Taisha. La única luz en la oscuridad, sí, algunos farolillos y luciérnagas, decenas de luciérnagas. En apenas unos minutos, ni siquiera se encontraba en alguno de los senderos conocidos. Se había perdido. Se había perdido en la inmensidad del bosque. Empezó a tiritar y comenzó otro festival, el del miedo. Ya no era la bestia ávida de caos, sino un ser humano tembloroso de lo que el bosque quisiera hacer con él. Cuando quiso reaccionar, se encontró rodeado por decenas de ciervos. En ellos brillaban las pupilas, pero no de negro azabache, sino de un rojo violento, el rojo sangre escarlata más llamativo que él había visto jamás. De sus fauces brotaba la saliva a borbotones. Estaban hambrientos. Él era el banquete. Trató de huir, de colarse por un minúsculo resquicio, de no mirar atrás, pero alguien le abrazó. Su cuerpo se encontraba atrapado por dos cálidas manos, o eso quiso creer. La realidad era que de los árboles del bosque se extendían decenas de finas ramas que le contenían, le impedían moverse. Al fondo, en la oscuridad, atisbó una figura conocida.

-Te lo advertí y no escuchaste mis palabras. Ahora debo restaurar el equilibrio- apostilló ella entre la penumbra.

– Lo siento. Ten piedad, no lo volveré a hacer. ¿Qué eres? ¿Un demonio? - preguntó él entre el sollozo y el pánico.

– Soy una diosa. Soy el bosque.

En un parpadeo, ella retiró las ramas. Los ciervos finalmente tuvieron su festín.
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Bucarest


La luz.

La luz ilumina un nuevo día.  Un día lleno de esperanzas, lleno de sueños, de momentos retenidos en las pupilas. Una marabunta de maridos recorre las calles tras besar a sus respectivas esposas y viceversa. Todos tienen un mismo objetivo: llegar a tiempo al trabajo. Las horas, las prisas corren por las aceras y carreteras de Bucarest.

Recuerdo mi niñez. Las balas alrededor del Danubio, los cuerpos sumergidos, la rebelión, la muerte. “El Danubio Azul Del Socialismo” ahogó la libertad de miles de rumanos. También se llevó a mis padres. Recuerdo deambular por las calles junto a cientos de huérfanos de guerra, recuerdo nuestra desnudez frente al frío invierno recostados en los portales de la capital. No nos quedaba nadie, no nos quedaba nada. Los descendientes de los Matei fueron cayendo uno tras otro hasta que solo quedó el pequeño de cinco hermanos. Alin. Yo. 

Por entonces, los rebeldes habían asaltado decenas de orfanatos en Bucarest. Los denominados “Niños de Ceausescu” se unieron a la enorme masa de críos desatendidos que pululaban cada jornada por los distritos de la capital rumana.

Por entonces, conocí a Nicoleta.

Apenas levantaba tres palmos del suelo, y la mitad de su estatura la copaba su enmarañada melena rubia. La primera vez que la vi noté el terror en sus ojos azules. Un terror que nos acompañaría durante décadas. Fue en plaza Unirii. Ella rondaba por sus calles y se refugiaba en los aledaños, Selari o Soarelui. En aquella época aún veíamos los atardeceres, los distintos tonos de naranja teñir los cielos. Respirábamos el hedor de la metralla y de la muerte, sí, pero era un hedor puro, inmaculado, sincero. 

Cada mañana trataba de llevar mis manos a todos esos bolsillos ajenos. El metro en hora punta siempre fue un hervidero y conseguir algunas monedas para comprar hogazas de pan era una tarea sencilla para alguien como yo, pequeño, habilidoso y sin escrúpulo alguno. Nicoleta solía pedir limosna en una pequeña esquina del interior de la boca principal. Estaba desnutrida, sucia, desharrapada. La viva estampa de la pobreza, de la soledad. Éramos el olvido de un país teñido de rojo sangre. La generación perdida de la que Rumanía se avergonzaría lustros después. Cruzábamos miradas día tras día. Día tras día me preguntaba cuán ruín y miserable puede ser el destino si permitía que alguien como ella terminara asesinada por unas cuantas monedas alguna tarde, muerta de frío en un callejón cualquier noche o, simplemente, por inanición tras un par de semanas sin comer.

-Por favor, tengo hambre - repetía una y otra vez a modo de desgarradora cantinela-. Necesito unas monedas para poder comer. 

-Toma - flexioné mis brazos e hice un pequeño esfuerzo para partir la pequeña barrita de pan en dos. Extendí mi mano y le ofrecí el pedazo más voluminoso.

Ese día, sus ojos iluminaron el cielo de Bucarest. Mucho antes de que llegara la oscuridad. De que nos engullera para no dejarnos escapar jamás.
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Morrison Hotel




Se despertó sobria. Millares de infinitos cristales se incrustaban en el interior de una de sus sienes. Su confusión no era un mero estado transitorio, solo que aún no lo sabía. Morrison Hotel. Las Vegas. Una habitación. Una suite. A su alrededor, los incorruptibles vestigios de una fiesta. Allí yace ella, sobre la tarima, sin nadie, completamente sola, acompañada por una resaca con cierto sabor a azufre y por la maraña de su cabello cenizo. Se cuestiona qué divinidad ha perpetrado semejante bacanal y con qué autoridad moral. Se percata. Vacía su mente para evadir la culpa.

Decide reimaginar la noche anterior, rellenar su cerebro recién vaciado con las piezas necesarias para cerciorarse de que faltan más de las que posee, distintos espacios en blanco, de un blanco límpido. Dirige todo su ser hacia el baño. El agua despeja su cara, quizás haga lo propio con su mente. En el espejo, la sangre zigzaguea sobre la superficie, fusionando sílabas para formar una única palabra. Murmulla cada fonema con impasible serenidad: A-YU-DA. La escena se difumina, se torna traslúcida, se corta. La pantalla se tiñe de negro.

Cuando el color regresa (y la opacidad desaparece) se la ve deambulando por el descansillo. Una planta cuarta plagada de ruina, de desenfreno. La mayoría de los cuerpos repartidos por el pasillo permanecen inertes, no llegamos a discernir si simplemente descansan o si han fallecido. El tono mortecino en sus pieles no ayuda. Muertos. Borrachos. En el limbo. Quién sabe. El ascensor. Sus puertas se abren.

“Supongo que buscas respuestas para lo que sucedió anoche. Te vas a reír”. Una figura se sitúa en el interior del elevador. En su haber, un cabello azabache de bucles inabarcables, la tez sucia, la camisa raída y algo de soslayo en su sonrisa. Que al muchacho le alcanzaba la adultez como de refilón, como sin quererlo, como cuando echas la vista atrás y te percatas de que la intensidad pubescente ha desaparecido del brillo de tu mirada. Así lo veía. Así se veía el mundo a través de los hundidos ojos añiles de ella. Así, al menos, lo veía a él, un harapiento, desenfadado e irónico reflejo de la estampa que regía el Morrison Hotel ese día.

“Busca la estatua con forma de zorro, anda” susurra el chaval con cierto deje británico. “¿Y la sangre en el espejo? ¿La de la 414?” interpela ella con cierta urgencia. “No sé...” mientras, las puertas del ascensor comienzan a cerrarse en horizontal. La picaresca reverbera en el semblante del chico de manera involuntaria. Risotada histriónica. “...De qué sangre me hablas”. El áspero sonido de su inglés isleño desaparece, se lo lleva el elevador hacia otra planta.

No es la megafonía del hotel, es el monótono hilo de voz de la persona encargada de la recepción. “No existe ninguna estatua con forma de zorro en este hotel, señorita”. No es el único ente vivo que permanece inanimado, sin embargo, es el único capaz de emitir un esqueje de conversación comprensible. En torno a la recepción, los cuerpos se distribuyen de forma heterogénea, sostenidos a duras penas por las desgastadas paredes encoladas o directamente recostados sobre el suelo. Sus bocas exhalan un vaho blanquecino y gaseoso, el advenimiento de la propia muerte, o la constatación del coma etílico. En ambos casos, si pulsamos la tecla  “Fast Forward” en el radiocasete (y colocamos un pie en un futuro cercano) el resultado final es el mismo. “No se preocupe por ellos, señorita, ya hemos llamado a la policía y a la ambulancia” asevera la exánime recepcionista. Nuestra protagonista tan solo alcanza a farfullar una desganada frase de agradecimiento mientras se aleja de la estancia.

La escena se desatura por completo, pero olvida la opacidad y queda completamente definida. Blanco y negro. Blanco, gris y negro. En su periplo en busca de respuestas, junto a la recepción, una puerta permanece entreabierta, una sala la invita a entrar. Al traspasar el umbral que separa los restos del desfase de la sinuosa penumbra, atisba una serie de pantallas de televisión. El cuarto de las cámaras de seguridad. ¿Respuestas? Pulsa play. No. Pulsa rewind. Las cámaras son testigos, documentos visuales de lo sucedido la noche anterior. Ahora sí, por fin: el blanco, el gris, el negro de las pantallas narra su propia historia.

Una fiesta. Decenas de personas agitan sus cuerpos mientras se alimentan de litros de alcohol. La cinta es muda. Eso sí, el estruendo de la música se intuye en el intenso palpitar de los movimientos de los presentes. Ella. Ella es uno de los presentes, desde luego, es el centro de la escena. En un instante, decide alejarse del mundanal ruido. Transporta su copa y todo su ser a la terraza de la suite. La perdemos de vista. La cámara es estática. Cambio de pantalla.

La cámara de la terraza. Rewind. Play. No está sola. Una estatua de granito con forma de zorro. Se pregunta cómo ha llegado algo de tamaña magnitud a ese lugar. Un mal giro. Resbala con uno de los diversos vómitos que pueblan el suelo y se golpea la sien izquierda con la estatua. La copa desaparece del plano. Emana sangre de su cabeza a borbotones. Se arrastra. Logra llegar de nuevo a la estancia principal, pero no la vemos. La cámara de la terraza también es estática. Cambio de pantalla.

La cámara de la suite (segunda vez). Forward durante un breve período de tiempo. Play. Nuestra protagonista se percata de que es invisible, ni siquiera la anfitriona merece respeto. Los asistentes permanecen enardecidos por el febril trance de la fiesta. El socorro les supondría un ligero contratiempo en su disfrute, así que optan por la omisión. Se la ve reptando (por ende) de forma intermitente. Pretende llegar al baño.

“¿Por qué hay cámaras en todos los cuartos de la habitación 414?”.

La cámara del baño. Forward-play. Su hercúleo esfuerzo se ve retribuido. Se observa su raquítica figura alcanzando posiciones aledañas al lavabo, retira del lateral de su cabeza parte de su sangre para dibujar sobre el espejo la palabra clave, ayuda, antes de caer rendida sobre el gres porcelánico del piso. Los minutos se hacen interminables y repetitivos. La situación se mantiene durante un buen número de minutos, así que apuesta por adelantar los acontecimientos. Pulsando una tecla. Fast Forward.

La suite principal se despeja. Tan solo quedan los rastros envilecidos de la noche. Suciedad, basura y una entropía que alguien debe volver a reordenar para mantener el equilibrio, para que la energía de Gibbs sea igual a cero. El futuro ha recompensado su tesón en el visionado con una silueta reconocible. El inglés arrastra su cuerpo (cambio de cámara) al centro del salón. De su maletín retira un hilo y una aguja, e imparte puntos de sutura sobre su sien (millares de infinitos cristales no, el dolor de una recién estrenada sutura), le aplica antiséptico mientras fija la mirada en la sangre seca sobre la estatua que gobierna la terraza, la estatua con forma de zorro. Sonríe. Una vez socorrida la víctima, desaparece de la situación, como la escena. La cinta queda velada y la imagen desaparece.

“Busca la estatua con forma de zorro, anda”. “Supongo que buscas respuestas para lo que sucedió anoche. Te vas a reír”.

Y sí, aun con todo, rompió a reír.
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Monólogo: El Signo Zodiacal




-Por favor, descríbase usted mismo.
-Me llamo acuario y tengo treinta y un años. Estudié una carrera, trabajo a media jornada y mi signo zodiacal es la tristeza.
- ¿La tristeza? ¿A qué se refiere exactamente?
-Ya sabe, la melancolía, la bruma en la mente, el café caliente en los días fríos. Soy el arte y el talento. Soy el silencio. Y el vacío. El vacío interior, la taquicardia, la psicosis…
-¿Y por qué la tristeza? ¿Los signos zodiacales no son mera superchería? Además, me atrevería a decir que el suyo no es tristeza, sino idealismo.
-¿Usted cree? ¿Cree que soy causas perdidas y castillos de arena? ¿Que soy simplemente ideales caducos en tiempos de pragmatismo?
- Sin duda alguna. Sin embargo, su descripción sobre mí ha sido certera.
-¿Sobre usted? No, no, disculpe. Usted me pidió que me describiera a mí mismo y eso hice. Creo que ha habido una pequeña confusión. Es mi signo zodiacal el que es tristeza.
- Claro. Perdone. Desde luego, he tenido un pequeño lapsus. Digamos que se debe a que me dejo llevar por la locura en ocasiones. También soy lágrimas sin motivo, la magnificación de las nimiedades y la indecisión.
-¡Oh! Entonces su signo zodiacal también es la tristeza.
-Parece ser que el signo zodiacal de todos nosotros hoy en día es la tristeza.
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Ella, La Noche




Se hizo un manto de seda con las estrellas y se envolvió en él. Debajo, escondía uno por uno sus secretos: sus valles y sus montañas, sus lunas y lunares. Su larga y parda melena ondeaba salvaje, como cada mota azulada en sus pupilas, como el azul desteñido del cielo nocturno que la arropaba. Salvaje y libre. Sí, libre.

En su cabeza asomaba una cornamenta caoba; en su boca, unos caninos color marfil. Toda ella era salvaje. Toda ella era leyenda, fábula, mito; sí, toda ella era un ser mitológico. Y allí donde ella iba también iba la noche. Y allí donde ella iba también iban sus lunares, la luna y las estrellas.


Y allí donde ella iba también iba yo, que vivo por y para la noche. Porque vivo por y para ella. Y en su manto de seda me acurruco para ver las estrellas, para ver sus valles, sus montañas y cada mota azulada de sus pupilas. Encadenado y hambriento. Encadenado a donde la noche me lleve para liberarme. Salvaje y libre.
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Incompleta






El fluido carmesí inicia su recorrido a través de los canalículos. A medida que discurre, cada una de sus distintas regiones anatómicas se tornan rosáceas, como si las hubiesen insuflado vida a través de una cánula. En las retinas se expande un nuevo árbol nervioso y el iris se colorea de esmeralda. El fluido riega los órganos vitales y, con la contracción brusca de los músculos, se forman sus primeros espasmos musculares. Cuando el líquido rojizo alcanza la parte superior de la cabeza, genera una corriente eléctrica, una descarga que se extiende por un complejo entramado de túbulos engarzados entre sí provocando una especie de sinapsis. Se originan los primeros pensamientos y, con ellos, la capacidad de raciocinio y el habla.  “Creadora, ¿qué soy?”.

La transición se ha completado. Se ve a sí misma sobre una silla, encadenada a decenas de finos tubos de silicona, pequeños cilindros traslúcidos que surgen de todos los rincones de la estancia. “Un recuerdo, cariño, no eres más que un recuerdo”. La creadora permanece de espaldas a su creación, impertérrita. Responde con tal sosiego que bien podría haber sido un murmullo. En el interior del ser se origina una respuesta de un sistema protolímbico sintético, formado por haces de distintas aleaciones metálicas. “¿Qué es un recuerdo?”.

La creadora toma una bocanada de aire y detiene su actividad. Torna todo su cuerpo y sus ojos entran en contacto con los de ella, esmeralda con esmeralda. “Verás, cielo, un recuerdo es la fotografía de un instante pasado que la memoria guarda y distorsiona. Tú eres el recuerdo físico y distorsionado de una época pasada. Una época más feliz, en la que él y yo te vimos crecer, madurar, equivocarte y acertar. En la que de esa cabecita tuya caía una larga melena áurea y no mechones heterogéneos de cabellos, circuitos y cables.”. Los músculos artificiales de su ceño se fruncen, en ella se genera una nueva duda. “¿Fe...liz?”.

La creadora suspira y de su boca, a su vez, surge una nueva explicación. “La felicidad es un estado de ánimo creado por diversas hormonas, como la serotonina, la oxitocina o la dopamina. Es cierto, aún no he creado un sistema hormonal complejo para ti. Únicamente posees un soporte simple que te permite subsistir a costa de permanecer anclada a ese conjunto de túbulos. Estás incompleta”. El ser asiente. El rosado de sus mejillas vira hacia un blanco lechoso. Comprende el razonamiento. “Entiendo, soy un recuerdo porque estoy incompleta”.

El cuerpo de la creadora retorna a su posición original. El contacto visual se pierde. Un líquido transparente recorre la piel de la zona superior de sus pómulos, el recorrido se inicia en la zona orbital, en los orificios lacrimales de la creadora. “Sí, cielo, estás incompleta. Eres tan sólo su recuerdo”.
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El Final del Verano


-Mañana podría ser tú – le susurra al reflejo del espejo con una mueca en el rostro.
Las últimas líneas del día se filtran a través de los barrotes de su prisión. Hoy cae el verano, es noche pagana: noche de brujas. Ella se convertirá en ceniza al ocaso, o eso es lo que ellos creen. De su boca brota una tonadilla, un silbido de autocomplacencia, una melodía que tensa aún más los fríos lazos de su cautiverio.
-Bruja, espero que hayas rezado tus oraciones, es la hora – le espeta el carcelero con retintín mientras abre la puerta de su celda.
-Creo que las diosas no deben estar muy contentas con cómo tratáis a sus huéspedes. No pidáis luego clemencia por vuestras malas maneras como anfitrión, carcelero – le contesta ella con cierta picaresca.
Una multitud acecha en la plaza. Todos se muestran expectantes: el gran circo, el evento, el sacrificio de una bestia. El silencio se adueña de las bocas de los presentes. Solo se intuye el ulular del viento. Sobre ella, un vacío. Antaño dijo que de sus blancos ojos ciegos surgiría la verdad, pero:
-Si la verdad nos hará libres, ¿por qué me siento tan esclava? - apuntilló la reina.
-No ver la respuesta te hace más ciega que yo, majestad.
La realeza no debate. La realeza exige, define y moldea. Algunos no verán jamás más allá de sus ojos, pensó. El vacío, sí. La ausencia de sonido. Sobre el centro de la plaza yace su tumba. No lo ve, pero lo nota, lo siente. Una tumba de ramas y leños a punto de prender. En un instante, fueron humo y fuego.  
-Nunca jamás. Nunca más.
Con ese pensamiento provocó el ocaso. Llamó a la noche. Del cielo color azogue brotaron luminarias doradas, serpenteando por el firmamento con una urgencia eléctrica. Cuando las luminarias tocaron tierra, la plaza se convirtió en un polvorín. Los presentes pasaron a formar parte del espectáculo, se habían convertido en una gran hoguera.
-Arded. Bailad todos para mí, celebremos con este homenaje el final del verano. Así lo quisimos las diosas.
De aquella estampa surge una figura impoluta, alguien no ha cedido a los designios de las llamas. No únicamente ella, que ríe a carcajadas, sino un hombre. Así lo quiso la diosa. Un hombre de ojos añiles, con hollín en el rostro y un manojo de llaves colgando de su cinto. El carcelero. Ella le mira de manera inquisitiva, con esa mirada blanca y pristina.
El alba ya asoma por la ventana. Lejos, aunque no muy lejos de lo sucedido en la noche, alguien se acicala frente a un espejo, en otra villa, quizás en otra ciudad. Unos ojos añiles. No es él, sino ella.
-Mañana podría ser tú – te susurra con una mueca en su rostro.


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Prestamista de Sueños



“La tecnología puede incrementar la privacidad. La pregunta es: ¿por qué nuestros detalles privados se transmiten en línea? ¿Por qué los detalles privados que se almacenan en nuestros dispositivos personales son diferentes a los detalles y registros privados de nuestras vidas que se almacenan en nuestras publicaciones privadas?”.

“Creo que decir que no le importa el derecho a la privacidad porque no tiene nada que ocultar no es diferente a decir que no le importa la libertad de expresión porque no tiene nada que decir. Es un principio profundamente antisocial porque los derechos no son solo individuales: son colectivos. Lo que puede no tener valor para usted hoy, puede tener valor para una toda una población, ya sabe, para toda la gente, para una forma de vida mañana. Y si no lo defiendes, ¿quién lo hará?”.

Londres. Año indefinido, indeterminado. Futuro. Una evolución de la raza humana, una evolución en forma, que no en fondo. El fondo permanece corrupto. La tecnología. El progreso tecnológico desatado. Un callejón, un lugar perdido en algún suburbio del extrarradio. Lugares en los que morir no significa nada, en los que vida y supervivencia son sinónimos, en los que la armonía es disonante y el ritmo irregular.

Una ventana y, bajo ella, una figura acuclillada. Una melena cobriza bajo un raído bombín. Una gabardina que grita siglos pasados y una mirada de un verde perenne, como el color de primaveras mejores. Junto a ella, dos jóvenes con ideas como aves echando a volar, expectantes y esperanzados. Dos tratos, dos promesas, dos ataduras, dos lazos alrededor de sus cuellos. Promesas como horcas.

- ¿Y bien? – de la boca de esa enigmática mujer surgen oraciones interrogativas mientras sostiene una sonrisa de soslayo. - ¿Traéis el consentimiento firmado por vuestros padres, o algo? – y al incómodo silencio le sigue una carcajada histriónica.  - Jajaja, descuidad, me estoy quedando con vosotros.

Resuellos de alivio. Uno de los jóvenes emite una retahíla sonidos audibles. Puede que sean palabras, puede que busque cierta interlocución.

-Eres... ¿Eres tú la prestamista de sueños? Verás, nuestro amigo... Alguien nos ha contado que puedes convertir nuestros sueños en realidad. Es... ¿cierto? – balbucea el de pelo caoba. El de cabello ceniciento ni siquiera se atreve a mirar la estampa, permanece con la cabeza gacha, acobardado.

- ¿Sois conscientes del peligro que supongo? ¿Del peligro que supone para vosotros? Y, sin embargo, aquí estáis – y, ayudándose con un bastón de madera, se alza en posición vertical, de pie. Es más alta de lo que intuían los muchachos. – Voy a especular con información privada, con vuestros sueños. ¿Estáis seguros? En fin. A ver, ¿qué soñáis? Decidme.

-Quiero ser asquerosamente rico. Quiero una mansión en Belgravia y olvidar para siempre este cuchitril. Quiero dejar de comer carne humana, quiero probar manjares sintéticos de todas las partes del mundo, quiero... – Se le ilumina la mirada. Quiere, no desea. Su querer lleva implícito un cariz de resentimiento, de egoísmo. Había olvidado su tartamudez por un instante y retiraba de su tez su flequillo marrón, le molesta de forma constante. Responde al nombre de Michal. -Álex simplemente quiere dejar de sentir. Desde que murió su hermana no deja de escuchar voces en su mente y necesita que paren. Ha perdido la capacidad de hablar – Álex se limita a asentir con la cabeza, permanece con la mirada esquiva.

- No es cuestión de que queráis o no. ¿Soñáis con ello? ¿Os habéis visto en esa tesitura durante el amargo trance del sueño? Bueno, da igual. Preparad el pago, anda. No tengo todo el día – los jóvenes flexionan sus brazos. Un holograma circular iridiscente se forma sobre la superficie anterior del antebrazo izquierdo de los chicos. Pulsan ese círculo de forma inmediata y, sobre el desgastado bombín de la prestamista, surge otro holograma ambarino con el símbolo de la libra esterlina.

-Ahora, cerrad los ojos y soñad.

Y la escena se convierte en una espiral concéntrica, los colores se fusionan hasta formar figuras amorfas completamente irreconocibles. En apenas un instante, la espiral se cierra y todo se apaga. Únicamente permanece la falta de color. El negro.

Michal abre sus párpados. Se halla en otro lugar. Allí no hay mugrientos callejones, no hay suciedad, no hay hambre ni sangre. No hay necesidad de elegir entre morir de inanición o alimentarte de los cadáveres en descomposición de tus seres queridos. Se encuentra en un majestuoso comedor de dimensiones inabarcables. A su alrededor, todo es blanco o dorado, todo es exclusivo, de un valor que de tan excesivo podría ser casi execrable. Frente a él, una extensísima mesa copada con decenas de especialidades culinarias, todas ellas sintéticas. Ni atisbo de alimento natural. No hay verduras, no hay cereales ni finos filetes de cerdo sazonados con miel y pimienta. No hay carne humana. Toda la comida es grisácea, homogénea. El muchacho toma asiento y engulle la pitanza con ansia viva. Entre bocados, apenas deja espacio para respirar. Jamás había probado nada semejante. Su “querer” ya no era tal, sino que por fin se había convertido en realidad. El comienzo de una nueva realidad.

Una vez hubo saciado su apetito, tuvo pensamientos para Álex. ¿De qué forma se habría materializado su sueño? ¿Sería feliz? No, Álex no buscaba la felicidad, buscaba estar en paz. Tras el gargantuesco banquete, el joven decide por fin visitar su nueva residencia. ¿Estaría en Belgravia? ¿O sería South Kensington? ¿Al menos estaría cerca de Victoria? Los sueños pueden obviar detalles específicos. Recorre con incómodo asombro el inmenso comedor, cerciorándose de la pomposidad de cada uno de sus elementos. La curiosidad le lleva entonces a la estancia contigua. ¿Qué forma tendría la nueva estancia? ¿Sería tan ostentosa como el comedor o, por otro lado, tendría un aspecto más minimalista? Y la penumbra le invade al atravesar la puerta.

El cuarto permanece vacío a excepción de un único elemento, un ser sintético yace en el centro de la sala, tumbado, o eso parece adivinar Michal. La luz se distrae, todo pierde nitidez al entrar en esta nueva habitación. Decide hacer la luz al encender el interruptor. Sí, un ser sintético, sin vida, permanece destripado decúbito supino sobre el piso. Le han extirpado cada órgano interno, cada órgano sintético, para servirlo en su festín de bienvenida. Pero no cualquier ente sintético, el cadáver que permanece tendido sobre el suelo le resulta familiar. Álex. Álex soñaba con dejar de sentir, ansiaba estar en paz y lo consiguió de la manera más cruel. Aún se digieren los órganos de Álex en el estómago de Michal. Promesas como horcas.

En algún rincón perdido a las afueras de Londres, se escucha una voz de mujer:

“Traficar con información. Qué tiempos estos en los que los diablos, en el más absoluto anonimato, mendigamos sueños mediante subterfugio para subsistir. Desde luego, la humanidad ha vivido tiempos mejores”.
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No es el fin del mundo. Es tan solo el principio.

Miraba al infinito. A un espacio infinito que abarcaba todo un universo entre sus ojos vidriosos y el techo. Sentía algo infinito también, una soledad infinita e inabarcable. No, ni siquiera un universo cabía en esa soledad. Reposaba en horizontal, en su lecho, en su cama. Sin embargo, su lecho ya no le pertenecía. En su lugar, una profunda rigidez. Su lecho había sido profanado la noche anterior y en ella quedaron las cicatrices de la batalla. La bestia emitía un profundo ronquido.

No, no era el fin del mundo. Ojalá. Era tan solo el principio.

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Antología


Ni siquiera había sido consciente del ocaso cuando la madrugada lo devoró.

A horas tan intempestivas, se apagaba y se encendía a intervalos, como la desacompasada incandescencia de una bombilla a medio fundir. No era capaz de ajustar correctamente sus ritmos vitales y los había puesto en modo automático. El lento traqueteo renqueante del tren se le había contagiado y ahora era él el que se sometía al irregular vaivén del cansancio. El camino de la estación a casa era eterno y no, no lograba pensar con claridad. Nunca pensaba con claridad cuando volvía del trabajo, cuando llegaba al barrio.

-Disculpe– le murmuró entonces una joven, agazapada bajo uno de los soportales. - ¿Tiene fuego?

Y él indagó en su maletín, de él extrajo un Zippo del 83´. Ella lo abrió, accionó su mecanismo y, con su llama, prendió un escueto cigarrillo de tabaco de liar. Mientras aspiraba el humo, de su espalda comenzaron a brotar dos alas cenicientas, alas de mariposa. Mariposa de niebla y vapor, de ascua y ceniza. El fuego del mechero fue testigo de aquello, único vestigio de lo que acontece cada madrugada. Ese día, y sin que sirva de precedente, la vida del barrio fluctuó entre lo fantástico y lo real.
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