Cogió una brocha, arañó con ella el azul del cielo y la herida se tiñó de
color índigo. Aún quiso más, aún quiso desgarrar su lienzo, cubrirlo de frías
tonalidades. En aquel lugar, en lo alto de aquel edificio estaba ella, sus
herramientas y el día azul aciano. Era Ícaro y la brocha eran sus alas, pero
ella tan solo quiso tocar el cielo, nunca necesitó llegar al sol para saber de
su talento.
Azotó con furia, con magenta, con zafiro y con violeta. Su rostro se
iluminó, su ópera magna, su tiempo, su vida. Dejó la brocha junto a sus pies y
tomó un finísimo pincel, untó sus pelos en blanco y, suavemente, trazó
minúsculas esferas sobre su obra:
- Las llamaré estrellas - susurró para sí.
Y quise que, en un inciso, me tuviera en alguno de sus pensamientos.
“Píntame en tu lienzo”, murmuré en su oído. Allí estábamos las dos. Por fin no
estaba sola: la artista, la musa y el firmamento. En ese instante, soltó el
finísimo pincel, cogió uno más grueso y dibujó una esfera de mayor espesor:
- Tú serás mi luna - decidió.
Fue así, y no de otra forma, como la diosa creó la noche.