Una Habitación Roja




La estancia era una habitación roja. 


Cuando se adentró en su interior, no había más que una penumbra mal disimulada y el denso olor de lo que queda olvidado durante demasiado tiempo. Fue al encender el interruptor e iluminar la sala cuando por fin se percató. Lo que allí residía era mucho más que una luz a medio alumbrar y el hedor a cerrado, encontró una tecnología ignota. Ese cuarto, que había permanecido en letargo durante una eternidad como poco, estaba atestado de palancas, interruptores, diversos botones y coronado por cuatro pantallas de un tamaño excepcional, cada una de ellas situada de manera contigua a la otra. 


Ella se acercó al centro de la habitación con cautela y se acomodó suavemente parte del cabello por detrás de las orejas. Su rostro era la viva imagen de una dicotomía, viraba de forma aleatoria entre la fascinación y el más absoluto terror. 


- ¿Cómo he llegado aquí? ¿Qué es este lugar? – preguntó con un deje estridente a la nada. Y es en esos instantes en los que nos preguntamos el porqué de hablar en alto en una habitación vacía, como si hubiese algún ser agazapado que observa de forma constante y tan solo pudiese ser atisbado a través del rabillo del ojo. Al tratar de observar ese límite lateral en el que la visión se nubla y se vuelve traslúcida, ella creyó percibir una sombra intentando escabullirse. Con algo de esfuerzo y una pizca de tesón, consiguió acorralar a la sombra con su mirada curiosa, pero esta realizó una alabanza como premio y se desvaneció, convirtiéndose en una mixtura de humo y gas. Entonces (y solo entonces) la maquinaria de la habitación se puso en marcha: las luces infinitas parpadeaban, los engranajes electrónicos mugían y las pantallas mostraban con detalle una escena cotidiana al azar en una urbe cualquiera, con varias decenas de personas transitando por su calles y el espeso ralentí del tráfico mañanero.


“Seleccione objetivo” – recomendó una voz artificial con una llamativa afinación metálica a través de los altavoces de la sala y, tras la sugerencia, una especie de aspa luminosa surgió de una de las enormes pantallas. Invitaba al usuario a juguetear con ella, a desvelar con premura en qué consistía el secreto que yacía entre tanto lirismo tecnificado.


Agarró la única palanca que refulgía parpadeante sobre el panel de mando y, con ella, situó el centro del aspa de la pantalla sobre una joven que esperaba con impaciencia la apertura del semáforo para cruzar. Y la luz para peatones cambió de rojo a verde, pero la joven no pudo atravesar el paso de cebra, no. Su usuaria había pulsado un botón en cuyo rótulo superior figuraba la palabra “control” con tipografía de color rojo. 


Ahora, esa chica que había deslizado el lateral de su cabello por detrás de sus orejas con sus gráciles dedos, aquella muchacha que, hasta hacía un instante, había estado persiguiendo una sombra a través del rabillo de su ojo se había convertido en usuaria, tenía pleno control sobre la joven que aguardaba con inquietud la apertura del semáforo. Tenía pleno control sobre sus movimientos, sobre sus sentidos, sobre sus pensamientos, miedos, anhelos. Sobre sus recuerdos. Una había cedido de manera involuntaria toda su autonomía a la otra, una había dejado de ser para convertirse en títere. Y siempre hay un “otra” que ejerza control por la fuerza, aunque desconozca de dónde le surge la posibilidad e ignore el porqué.

 El equilibrio tiende a romperse.


Las paredes de la estancia se habían pintado de un rojo carmesí. En aquella habitación roja se oía una carcajada histriónica mientras alguien manejaba los hilos sin advertir que iba convirtiéndose de forma progresiva en una nueva sombra.
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