Nara



-Deberías dejar de molestar a los ciervos- sugirió ella.

Los tonos naranjas ya empezaban a dar relevo al añil del cielo. El gentío apuraba sus últimas fotos, con el día entrando en el crepúsculo. Más de uno aún quería ahondar en la historia de Nara, en el verdor de su parque, en la eternidad de sus templos, en el budismo, en el shintō, porque el anochecer pertenecía a lo salvaje. Sin luz, las bestias toman el testigo. Los ciervos regresan indómitos al interior de las entrañas del bosque, entre la espesa arboleda.

La oscuridad no permite instantáneas, no es segura. Los humanos tienden a buscar cobijo entre la civilización cuando anochece. Provienen de un espacio donde el azar no es prudente, donde el riesgo no es una opción necesaria. En Nara, la noche pertenece únicamente al bosque. Sin embargo, él se situaba por encima de lo establecido. Creía estar por encima de las leyes que dictan los dioses para con esta región. No creía en Buda, no creía en la naturaleza. Su único credo era el poder, el caos y conflicto. Y no había nada de sagrado en ello.

Siempre sintió que lo salvaje no debía ser considerado tan solo por la noche y decidió que, fuese donde fuese, reinase la barbarie. Así fue como comenzó. Increpó a los lugareños, hizo mofa y escarnio, golpeó a cada ciervo que se interpuso en su paso; primero, a empujones, por último, a mano cerrada. Si alguno se revolvía, él reculaba. Los ciervos son sabios, saben cuándo detenerse, pero él no tenía fin. Ella decidió que alguien debía frenar esa entropía antes de que llegase la noche.

– ¿Y tú quién coño eres? ¿Qué te has creído? Haré lo que me plazca. Este lugar es tan tuyo como mío - y en su actitud amenazante se intuía esa bestia desatada, fuera de lugar, de conquista a cualquier precio. Se encontraron muy cerca de TōdaiJi. A su puerta en forma de arco. Las mejillas de ella se incendiaron. Unas mejillas magentas por la ira, por una furia contenida. En torno a ambos, la multitud incrédula miraba la estampa sin atreverse a intervenir. En un súbito arrebato, él levantó su mano e hizo ademán de golpear a una cría de ciervo. Y lo hizo, al final lo hizo. La pequeña cría bramó con tal fuerza que heló el corazón de lo más profundo del bosque.

-Creo que no eres muy consciente de lo que te va a suceder. No permitas que el bosque haga justicia esta noche, deberías volver al centro y dejar de molestar a los ciervos- aconsejó ella con la voz entrecortada.

-Olvídame, bicho raro- y su violento festival continuó. O, al menos, hasta que la noche se cerró y el índigo inundó la zona. A él le pilló entre caminos de farolillos, alrededor de Kasuga Taisha. La única luz en la oscuridad, sí, algunos farolillos y luciérnagas, decenas de luciérnagas. En apenas unos minutos, ni siquiera se encontraba en alguno de los senderos conocidos. Se había perdido. Se había perdido en la inmensidad del bosque. Empezó a tiritar y comenzó otro festival, el del miedo. Ya no era la bestia ávida de caos, sino un ser humano tembloroso de lo que el bosque quisiera hacer con él. Cuando quiso reaccionar, se encontró rodeado por decenas de ciervos. En ellos brillaban las pupilas, pero no de negro azabache, sino de un rojo violento, el rojo sangre escarlata más llamativo que él había visto jamás. De sus fauces brotaba la saliva a borbotones. Estaban hambrientos. Él era el banquete. Trató de huir, de colarse por un minúsculo resquicio, de no mirar atrás, pero alguien le abrazó. Su cuerpo se encontraba atrapado por dos cálidas manos, o eso quiso creer. La realidad era que de los árboles del bosque se extendían decenas de finas ramas que le contenían, le impedían moverse. Al fondo, en la oscuridad, atisbó una figura conocida.

-Te lo advertí y no escuchaste mis palabras. Ahora debo restaurar el equilibrio- apostilló ella entre la penumbra.

– Lo siento. Ten piedad, no lo volveré a hacer. ¿Qué eres? ¿Un demonio? - preguntó él entre el sollozo y el pánico.

– Soy una diosa. Soy el bosque.

En un parpadeo, ella retiró las ramas. Los ciervos finalmente tuvieron su festín.
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