Ni siquiera había sido consciente
del ocaso cuando la madrugada lo devoró.
A horas tan intempestivas, se
apagaba y se encendía a intervalos, como la desacompasada incandescencia de una
bombilla a medio fundir. No era capaz de ajustar correctamente sus ritmos
vitales y los había puesto en modo automático. El lento traqueteo renqueante
del tren se le había contagiado y ahora era él el que se sometía al irregular
vaivén del cansancio. El camino de la estación a casa era eterno y no, no
lograba pensar con claridad. Nunca pensaba con claridad cuando volvía del
trabajo, cuando llegaba al barrio.
-Disculpe– le murmuró entonces
una joven, agazapada bajo uno de los soportales. - ¿Tiene fuego?
Y él indagó en su maletín, de él
extrajo un Zippo del 83´. Ella lo abrió, accionó su mecanismo y, con su llama, prendió
un escueto cigarrillo de tabaco de liar. Mientras aspiraba el humo, de su
espalda comenzaron a brotar dos alas cenicientas, alas de mariposa. Mariposa de
niebla y vapor, de ascua y ceniza. El fuego del mechero fue testigo de aquello,
único vestigio de lo que acontece cada madrugada. Ese día, y sin que sirva de
precedente, la vida del barrio fluctuó entre lo fantástico y lo real.
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