No es el fin del mundo. Es tan solo el principio.

Miraba al infinito. A un espacio infinito que abarcaba todo un universo entre sus ojos vidriosos y el techo. Sentía algo infinito también, una soledad infinita e inabarcable. No, ni siquiera un universo cabía en esa soledad. Reposaba en horizontal, en su lecho, en su cama. Sin embargo, su lecho ya no le pertenecía. En su lugar, una profunda rigidez. Su lecho había sido profanado la noche anterior y en ella quedaron las cicatrices de la batalla. La bestia emitía un profundo ronquido.

No, no era el fin del mundo. Ojalá. Era tan solo el principio.

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Antología


Ni siquiera había sido consciente del ocaso cuando la madrugada lo devoró.

A horas tan intempestivas, se apagaba y se encendía a intervalos, como la desacompasada incandescencia de una bombilla a medio fundir. No era capaz de ajustar correctamente sus ritmos vitales y los había puesto en modo automático. El lento traqueteo renqueante del tren se le había contagiado y ahora era él el que se sometía al irregular vaivén del cansancio. El camino de la estación a casa era eterno y no, no lograba pensar con claridad. Nunca pensaba con claridad cuando volvía del trabajo, cuando llegaba al barrio.

-Disculpe– le murmuró entonces una joven, agazapada bajo uno de los soportales. - ¿Tiene fuego?

Y él indagó en su maletín, de él extrajo un Zippo del 83´. Ella lo abrió, accionó su mecanismo y, con su llama, prendió un escueto cigarrillo de tabaco de liar. Mientras aspiraba el humo, de su espalda comenzaron a brotar dos alas cenicientas, alas de mariposa. Mariposa de niebla y vapor, de ascua y ceniza. El fuego del mechero fue testigo de aquello, único vestigio de lo que acontece cada madrugada. Ese día, y sin que sirva de precedente, la vida del barrio fluctuó entre lo fantástico y lo real.
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