La Farmacia






El verano. Agosto. Una tarde que pretende cerrar por vacaciones y por riesgo de asfixia. Un silencio inmaculado dentro de un local que se interrumpe de manera constante por el girar de los ventiladores de las computadoras. No hay palabras. Ni siquiera onomatopeyas. Todo parece abocado al más absoluto e irremediable hastío. Alguien (único animado) permanece con las mirada fija hacia una pantalla de ordenador, aunque sus pensamientos se dirijan más hacia una nada infinita. Una sensación de ausencia suspendida por el siseo átono de la puerta automática.


Y se escucha un crepitar. Y otro. La realidad es que nadie atraviesa el umbral y ese alguien se pregunta si lo que sucede ha sido fruto de algún espectro incorpóreo o el mero crujido de la botella, que posa sugerente junto a su posición, al empezar a descongelarse el agua. Sin embargo, al crepitar le sucede el estallido de diversos plafones de luz y la penumbra se apodera de la estancia. Cae la noche en el interior de la farmacia. Y el miedo. Y el pánico. Y la inestimable compañía del plasma luminiscente, abarrotado de enlaces directos y documentos ininteligibles, comienza a fallar, empieza a fallarle y a tiritar. Y forma finísimas tiras opacas entre las que se intercalan otras con la información distorsionada. Se hace la más absoluta oscuridad y también un tenue rumor.


Una caricia. Ese alguien nota cómo el lánguido tacto de unos dedos invisibles recorre una de sus mejillas. Una y otra vez. Una y otra. Se oye el castañear, el repiqueteo de los molares superiores contra los inferiores, una y otra vez. Una y otra. Y los temblores comienzan a manifestarse. Una vibración violenta en su interior que se acentúa con el leve susurro que experimenta en sus oídos. “Perdóname. Perdóname. Perdona”. Los tremores inician una nueva acometida, en esta ocasión en el exterior. La trastienda se agita y con cada sacudida el pánico se acrecienta. El murmullo que penetraba en su pabellón auditivo se hace voz y las paredes retumban acobardadas. El sonido se vuelve atronador “Perdóname. Perdóname. Perdona”. Una y otra vez. “Perdóname. Perdóname. Perdona”. Una y otra. “Perdóname. Perdóname. Perdona”.


Y se hace la luz. Y despierta de su breve cabezada. Los plafones permanecen intactos y un reguero húmedo y transparente recorre una de sus comisuras. Perdóname, perdóname. “Perdona, tengo una receta de la seguridad social. Oiga. ¿Hay alguien?”. El verano. Agosto. El silencio, el hastío, el sueño y la realidad. Una vigilia anodina que se ve perturbada por el sugerente onirismo, por un subconsciente macabro y por un paciente con una receta en la mano. La rutina. Vuelta a la rutina.
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