Sobre el suelo yacían las ascuas restantes de su cigarrillo
antes de convertirse en ceniza. El humo exhalaba sus últimos estertores y mirar
cómo zigzagueaba y se retorcía en su agonía le hizo recordar. Recuerdos:
encargados de agitar una y otra vez la nostalgia, pura antítesis de la locura.
Recordó. Rememoró tiempos anteriores, en los que la ciudad era una cárcel y todo
un tornado de almas transitaba por sus calles. Rememoró el caos y los
prolegómenos de la guerra.
Recordó una justicia cargada de sangre, dirigida por unos
pocos en beneficio de unos menos. Y a esos menos pertenecía él, ingenuo e
ignorante ante lo que acontecía en los estratos inferiores, o de eso trataba de
convencerse. Pero la chispa prendió y él fue el pedernal que azuzó la yesca. La
revolución tuvo lugar y le llevó. Fue arrastrado por ella, porque la revolución
tuvo nombre de mujer y ambas (ella y la revolución) fueron de la mano hasta su
desenlace.
Cuando todo acabó y el fuego de la rebelión fue ahogándose
hasta convertirse en una tibia lumbre, los deseos más primarios de los hombres
transformaron una guerra de clases en una contienda civil. Si la revolución fue
un alzamiento de las clases obreras contra las pudientes por el mero privilegio
de alimentarse, por el derecho a no pertenecer hacinados como ratas de
laboratorio en zulos mientras algunos abogaban por un canibalismo de
supervivencia, lo que sucedió después se tornó en una masacre entre camaradas,
entre hermanos, entre amigos y seres queridos. La inherente naturaleza humana.
Y allí, expectante, como mero espectador, apuraba las últimas
caladas de un nuevo cigarrillo mientras veía que venían a por él. Ella regresó
para tomarse su venganza, para cerrar el círculo. Ella fue la yesca sometida
por el pedernal, pero ahora era una piedra en busca de material seco.
-Aquí estamos otra vez, aunque ahora eres tú la que tiene el
cuchillo por el mango. No era consciente, debes creerme. No sabía que
torturábamos inocentes.
-Hablas de la tortura como si fuese justo impartirla en según
qué ocasiones. La tortura no está regida por mi ética o por tu moral. Lo
desalmado, lo cruel, lo inhumano no debe tener cabida en nuestra sociedad –
aseguró ella con la voz tomada.
-Así que te he convertido en la propia guerra. No te valió
con librar una y ganarla, sino que quieres más y más. Una bonita forma de
erradicar lo inhumano, convirtiéndote en su summum.
-Después de tantas vidas cobradas, yo diría que soy la muerte.
Vengo a recuperar lo que me quitaste.
-Ya veo, hablas de tu humanidad. La muerte ha llegado y
vuelve para tomar lo que le quité - argumentó él mientras dejaba caer la
colilla sobre el pavimento.