“La
tecnología puede incrementar la privacidad. La pregunta es: ¿por qué nuestros
detalles privados se transmiten en línea? ¿Por qué los detalles privados que se
almacenan en nuestros dispositivos personales son diferentes a los detalles y
registros privados de nuestras vidas que se almacenan en nuestras publicaciones
privadas?”.
“Creo que decir
que no le importa el derecho a la privacidad porque no tiene nada que ocultar
no es diferente a decir que no le importa la libertad de expresión porque no
tiene nada que decir. Es un principio profundamente antisocial porque los
derechos no son solo individuales: son colectivos. Lo que puede no tener valor
para usted hoy, puede tener valor para una toda una población, ya sabe, para
toda la gente, para una forma de vida mañana. Y si no lo defiendes, ¿quién lo
hará?”.
Londres. Año indefinido,
indeterminado. Futuro. Una evolución de la raza humana, una evolución en forma,
que no en fondo. El fondo permanece corrupto. La tecnología. El progreso
tecnológico desatado. Un callejón, un lugar perdido en algún suburbio del
extrarradio. Lugares en los que morir no significa nada, en los que vida y
supervivencia son sinónimos, en los que la armonía es disonante y el ritmo
irregular.
Una ventana y, bajo ella, una
figura acuclillada. Una melena cobriza bajo un raído bombín. Una gabardina que
grita siglos pasados y una mirada de un verde perenne, como el color de
primaveras mejores. Junto a ella, dos jóvenes con ideas como aves echando a
volar, expectantes y esperanzados. Dos tratos, dos promesas, dos ataduras, dos
lazos alrededor de sus cuellos. Promesas como horcas.
- ¿Y bien? – de la boca de esa
enigmática mujer surgen oraciones interrogativas mientras sostiene una sonrisa
de soslayo. - ¿Traéis el consentimiento firmado por vuestros padres, o algo? – y
al incómodo silencio le sigue una carcajada histriónica. - Jajaja, descuidad, me estoy quedando con
vosotros.
Resuellos de alivio. Uno de los
jóvenes emite una retahíla sonidos audibles. Puede que sean palabras, puede que
busque cierta interlocución.
-Eres... ¿Eres tú la prestamista
de sueños? Verás, nuestro amigo... Alguien nos ha contado que puedes convertir
nuestros sueños en realidad. Es... ¿cierto? – balbucea el de pelo caoba. El de
cabello ceniciento ni siquiera se atreve a mirar la estampa, permanece con la
cabeza gacha, acobardado.
- ¿Sois conscientes del peligro
que supongo? ¿Del peligro que supone para vosotros? Y, sin embargo, aquí estáis
– y, ayudándose con un bastón de madera, se alza en posición vertical, de pie.
Es más alta de lo que intuían los muchachos. – Voy a especular con información
privada, con vuestros sueños. ¿Estáis seguros? En fin. A ver, ¿qué soñáis?
Decidme.
-Quiero ser asquerosamente rico.
Quiero una mansión en Belgravia y olvidar para siempre este cuchitril. Quiero
dejar de comer carne humana, quiero probar manjares sintéticos de todas las
partes del mundo, quiero... – Se le ilumina la mirada. Quiere, no desea. Su
querer lleva implícito un cariz de resentimiento, de egoísmo. Había olvidado su
tartamudez por un instante y retiraba de su tez su flequillo marrón, le molesta
de forma constante. Responde al nombre de Michal. -Álex simplemente quiere
dejar de sentir. Desde que murió su hermana no deja de escuchar voces en su
mente y necesita que paren. Ha perdido la capacidad de hablar – Álex se limita
a asentir con la cabeza, permanece con la mirada esquiva.
- No es cuestión de que queráis o
no. ¿Soñáis con ello? ¿Os habéis visto en esa tesitura durante el amargo trance
del sueño? Bueno, da igual. Preparad el pago, anda. No tengo todo el día – los
jóvenes flexionan sus brazos. Un holograma circular iridiscente se forma sobre la
superficie anterior del antebrazo izquierdo de los chicos. Pulsan ese círculo de forma inmediata y, sobre el desgastado bombín de
la prestamista, surge otro holograma ambarino con el símbolo de la libra esterlina.
-Ahora, cerrad los ojos y soñad.
Y la escena se convierte en una
espiral concéntrica, los colores se fusionan hasta formar figuras amorfas
completamente irreconocibles. En apenas un instante, la espiral se cierra y
todo se apaga. Únicamente permanece la falta de color. El negro.
Michal abre sus párpados. Se halla
en otro lugar. Allí no hay mugrientos callejones, no hay suciedad, no hay
hambre ni sangre. No hay necesidad de elegir entre morir de inanición o
alimentarte de los cadáveres en descomposición de tus seres queridos. Se
encuentra en un majestuoso comedor de dimensiones inabarcables. A su alrededor,
todo es blanco o dorado, todo es exclusivo, de un valor que de tan excesivo
podría ser casi execrable. Frente a él, una extensísima mesa copada con decenas
de especialidades culinarias, todas ellas sintéticas. Ni atisbo de alimento
natural. No hay verduras, no hay cereales ni finos filetes de cerdo sazonados
con miel y pimienta. No hay carne humana. Toda la comida es grisácea,
homogénea. El muchacho toma asiento y engulle la pitanza con ansia viva. Entre
bocados, apenas deja espacio para respirar. Jamás había probado nada semejante.
Su “querer” ya no era tal, sino que por fin se había convertido en realidad. El
comienzo de una nueva realidad.
Una vez hubo saciado su apetito,
tuvo pensamientos para Álex. ¿De qué forma se habría materializado su sueño?
¿Sería feliz? No, Álex no buscaba la felicidad, buscaba estar en paz. Tras el
gargantuesco banquete, el joven decide por fin visitar su nueva residencia.
¿Estaría en Belgravia? ¿O sería South Kensington? ¿Al menos estaría cerca de
Victoria? Los sueños pueden obviar detalles específicos. Recorre con incómodo
asombro el inmenso comedor, cerciorándose de la pomposidad de cada uno de sus
elementos. La curiosidad le lleva entonces a la estancia contigua. ¿Qué forma
tendría la nueva estancia? ¿Sería tan ostentosa como el comedor o, por otro
lado, tendría un aspecto más minimalista? Y la penumbra le invade al atravesar
la puerta.
El cuarto permanece vacío a
excepción de un único elemento, un ser sintético yace en el centro de la sala,
tumbado, o eso parece adivinar Michal. La luz se distrae, todo pierde nitidez
al entrar en esta nueva habitación. Decide hacer la luz al encender el interruptor.
Sí, un ser sintético, sin vida, permanece destripado decúbito supino sobre el
piso. Le han extirpado cada órgano interno, cada órgano sintético, para
servirlo en su festín de bienvenida. Pero no cualquier ente sintético, el
cadáver que permanece tendido sobre el suelo le resulta familiar. Álex. Álex soñaba
con dejar de sentir, ansiaba estar en paz y lo consiguió de la manera más
cruel. Aún se digieren los órganos de Álex en el estómago de Michal. Promesas
como horcas.
En algún rincón perdido a las
afueras de Londres, se escucha una voz de mujer:
“Traficar con información. Qué
tiempos estos en los que los diablos, en el más absoluto anonimato, mendigamos
sueños mediante subterfugio para subsistir. Desde luego, la humanidad ha vivido
tiempos mejores”.