El Final del Verano


-Mañana podría ser tú – le susurra al reflejo del espejo con una mueca en el rostro.
Las últimas líneas del día se filtran a través de los barrotes de su prisión. Hoy cae el verano, es noche pagana: noche de brujas. Ella se convertirá en ceniza al ocaso, o eso es lo que ellos creen. De su boca brota una tonadilla, un silbido de autocomplacencia, una melodía que tensa aún más los fríos lazos de su cautiverio.
-Bruja, espero que hayas rezado tus oraciones, es la hora – le espeta el carcelero con retintín mientras abre la puerta de su celda.
-Creo que las diosas no deben estar muy contentas con cómo tratáis a sus huéspedes. No pidáis luego clemencia por vuestras malas maneras como anfitrión, carcelero – le contesta ella con cierta picaresca.
Una multitud acecha en la plaza. Todos se muestran expectantes: el gran circo, el evento, el sacrificio de una bestia. El silencio se adueña de las bocas de los presentes. Solo se intuye el ulular del viento. Sobre ella, un vacío. Antaño dijo que de sus blancos ojos ciegos surgiría la verdad, pero:
-Si la verdad nos hará libres, ¿por qué me siento tan esclava? - apuntilló la reina.
-No ver la respuesta te hace más ciega que yo, majestad.
La realeza no debate. La realeza exige, define y moldea. Algunos no verán jamás más allá de sus ojos, pensó. El vacío, sí. La ausencia de sonido. Sobre el centro de la plaza yace su tumba. No lo ve, pero lo nota, lo siente. Una tumba de ramas y leños a punto de prender. En un instante, fueron humo y fuego.  
-Nunca jamás. Nunca más.
Con ese pensamiento provocó el ocaso. Llamó a la noche. Del cielo color azogue brotaron luminarias doradas, serpenteando por el firmamento con una urgencia eléctrica. Cuando las luminarias tocaron tierra, la plaza se convirtió en un polvorín. Los presentes pasaron a formar parte del espectáculo, se habían convertido en una gran hoguera.
-Arded. Bailad todos para mí, celebremos con este homenaje el final del verano. Así lo quisimos las diosas.
De aquella estampa surge una figura impoluta, alguien no ha cedido a los designios de las llamas. No únicamente ella, que ríe a carcajadas, sino un hombre. Así lo quiso la diosa. Un hombre de ojos añiles, con hollín en el rostro y un manojo de llaves colgando de su cinto. El carcelero. Ella le mira de manera inquisitiva, con esa mirada blanca y pristina.
El alba ya asoma por la ventana. Lejos, aunque no muy lejos de lo sucedido en la noche, alguien se acicala frente a un espejo, en otra villa, quizás en otra ciudad. Unos ojos añiles. No es él, sino ella.
-Mañana podría ser tú – te susurra con una mueca en su rostro.


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