Blanco y Negro




Su figura se me apareció en la esquina entre la calle Warren y la avenida principal como una epifanía ya decrépita. Una figura desangelada, con jirones en sus ropas, el cabello enmarañado y la cara cubierta de grasa color azabache. Había perdido toda saturación, así que su cuerpo había hecho suyo el color blanco, el negro y el resto de sus tonalidades intermedias. Monocroma, por lo que la muchacha debía de ser una cuatro, quizás algo menos. Trataba de pedir ayuda. No. La imploraba con un sollozo molesto que bailaba entre el quejido más agudo y el carraspeo que provocaba su maltrecha garganta.

Los hombres la miraban con desdén mientras percutían sus móviles y yo no era ninguna excepción. Su puntuación inició un descenso gradual hasta alcanzar el dígito número dos, todos los presentes varones lo vimos a través de la app, todos pulsábamos la flecha descendente en su perfil para disminuir su calificación. Y su cuerpo, pálido y convulso sobre el pavimento de la calle, se fue tornando en un blanco cada vez más lechoso y los matices negruzcos iban virando hacia grises claros y límpidos. La policía no tardó en alcanzar nuestra posición ni tampoco se demoró a la hora de reducirla sin ningún tipo de tacto. Nadie supo qué delitos se le presuponían, pero todos pensamos lo mismo. “Es mujer”. “Además, es menos de un cinco”. “Su cuerpo es monocromo”. “Blanco y negro”.

La instauración del crédito social fue un verdadero valor para el género masculino, sin duda. Hombres controlando a las mujeres a través de un sistema de valoración. Cuanto más, más posibilidades y cuanto menos, más señaladas, más parias, más blanco y más negro. Blanco y negro. Un sistema de esclavitud para que los dioses sean varones y las mujeres, mera servidumbre. Neofeudalismo. La máxima demostración del género vencedor sobre el vencido, la derrota de un pensamiento.

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Su figura se me apareció en la esquina entre la calle Warren y la avenida principal como reflejo de toda una sociedad pútrida. Una figura sobria y regia, con una americana de tweed azulada, el cabello engominado hasta la raíz, la cara impoluta y el ceño fruncido. Y yo ya había perdido saturación, y mi cuerpo se había transfigurado y había adquirido el blanco y negro tan característico de las mujeres menores de cinco, pero aún creía en los últimos estertores de una moral justa. Me equivoqué. Imploré ayuda y lo único que recibí fue el golpear de sus dedos sobre las pantallas de sus móviles.

Me hundí en la monocromía, pero en un último conato dejé mi estampa sobre la fachada del ministerio de igualdad, localizado en el ocaso de calle Warren, allí donde la avenida principal corta en perpendicular. La grasa de motor que embadurnaba mis manos dibujó sobre la pared un mensaje que rezaba la verdad, una verdad que había sido sepultada y olvidada por una supremacía tolerada disfrazada de machismo recalcitrante:

“Feminismo es la idea radical que sostiene que las mujeres somos personas”.
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