La luz.
La luz ilumina un nuevo día. Un día lleno de esperanzas, lleno de
sueños, de momentos retenidos en las pupilas. Una marabunta de maridos recorre
las calles tras besar a sus respectivas esposas y viceversa. Todos tienen un
mismo objetivo: llegar a tiempo al trabajo. Las horas, las prisas corren por
las aceras y carreteras de Bucarest.
Recuerdo mi niñez. Las balas alrededor del Danubio, los cuerpos
sumergidos, la rebelión, la muerte. “El
Danubio Azul Del Socialismo” ahogó la libertad de miles de rumanos. También
se llevó a mis padres. Recuerdo deambular por las calles junto a cientos de
huérfanos de guerra, recuerdo nuestra desnudez frente al frío invierno
recostados en los portales de la capital. No nos quedaba nadie, no nos quedaba
nada. Los descendientes de los Matei fueron cayendo uno tras otro hasta que solo
quedó el pequeño de cinco hermanos. Alin. Yo.
Por entonces, los rebeldes habían asaltado decenas de orfanatos en
Bucarest. Los denominados “Niños de
Ceausescu” se unieron a la enorme masa de críos desatendidos que pululaban
cada jornada por los distritos de la capital rumana.
Por entonces, conocí a Nicoleta.
Apenas levantaba tres palmos del suelo, y la mitad de su estatura la
copaba su enmarañada melena rubia. La primera vez que la vi noté el terror en
sus ojos azules. Un terror que nos acompañaría durante décadas. Fue en plaza Unirii. Ella rondaba por sus calles y se
refugiaba en los aledaños, Selari o Soarelui. En aquella época aún veíamos
los atardeceres, los distintos tonos de naranja teñir los cielos. Respirábamos
el hedor de la metralla y de la muerte, sí, pero era un hedor puro, inmaculado,
sincero.
Cada mañana trataba de llevar mis manos a todos esos bolsillos ajenos.
El metro en hora punta siempre fue un hervidero y conseguir algunas monedas
para comprar hogazas de pan era una tarea sencilla para alguien como yo,
pequeño, habilidoso y sin escrúpulo alguno. Nicoleta solía pedir limosna en una
pequeña esquina del interior de la boca principal. Estaba desnutrida, sucia,
desharrapada. La viva estampa de la pobreza, de la soledad. Éramos el olvido de
un país teñido de rojo sangre. La generación perdida de la que Rumanía se
avergonzaría lustros después. Cruzábamos miradas día tras día. Día tras día me
preguntaba cuán ruín y miserable puede ser el destino si permitía que alguien
como ella terminara asesinada por unas cuantas monedas alguna tarde, muerta de
frío en un callejón cualquier noche o, simplemente, por inanición tras un par
de semanas sin comer.
-Por favor, tengo hambre - repetía una y otra vez a modo de desgarradora
cantinela-. Necesito unas monedas para poder comer.
-Toma - flexioné mis brazos e hice un pequeño esfuerzo para partir la
pequeña barrita de pan en dos. Extendí mi mano y le ofrecí el pedazo más voluminoso.
Ese día, sus ojos iluminaron el cielo de Bucarest. Mucho antes de que
llegara la oscuridad. De que nos engullera para no dejarnos escapar jamás.
Es de estos relatos que empiezas a leer y el estómago se te va haciendo chiquitito.
ResponderEliminarLeer tus comentarios me ayuda a seguir adelante con la escritura. Muchas gracias, Esther:)
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