En la estancia cohabitan un
infinito silencio y la incomodidad de su postura. De rodillas. Con la espalda
erguida y la mirada distraída. Una mirada que se pierde (incluso) más allá de
los límites del propio enfoque, generando una visión confusa e imprecisa de la
realidad.
Madrid conoce por fin la
primera madrugada del año, pero ya no se realiza una cuenta atrás previa, no.
Los residentes de todo el estado ya no se atragantan con las doce uvas frente
al anodino y clónico programa de turno, frente a ese aparato arcaico conocido
como televisor. Ya no se reparten besos entre parientes cuando tañe la última
campanada en la Puerta del Sol. Tampoco vibran las calles por la algarabía
sónica y pirotécnica de los petardos ni se origina esa creciente ansiedad por
el estruendo entre los animales domésticos. Occidente ha cedido.
Nuestro protagonista debe
respetar la nueva tradición, como padre, como principal progenitor: permanecer
en vela, lúcido, esperando el crepúsculo que acabe con los macabros designios
de esta noche tan señalada, con la intención de expiar los pecados del núcleo
familiar, para purgar los malos espíritus. La oración, el recitar de diversos
salmos de libros apócrifos. Trabaja con un único fin: impedir la irrupción de los
diferentes espectros durante esta madrugada, unos espectros que penetran con el
innoble propósito de enturbiar
la vida cotidiana de sus allegados el resto del año. Así ha de hacerse,
así se celebra ahora la Nochevieja y el Año Nuevo en todo el país y, por
extensión, en todo el (viejo) continente. En esta distinguida residencia, en un
céntrico barrio de la capital, todos duermen menos él, todos sueñan, todos
depositan sobre él sus temores y esperanzas.
La lentitud del transitar
del tiempo le desagrada. Son los minutos los que se mantienen en estado de
espera, los que no permiten que se sucedan las horas y convierten su actividad
en algo próximo al suplicio, un severo y eterno suplicio. Y en un instante
indefinido, distintas luminarias se filtran a través de la única ventana de la
desangelada habitación. Bailan traviesas en torno a él mientras acrecienta el
volumen de su letanía. Cierra los ojos. Se oye un restallar. Es el miedo lo que
hormiguea en sus adentros, lo que provoca el tiritar del cuerpo en su conjunto.
Una campana.
Es el clic de su reloj
señalando las siete de la mañana. La apertura de párpados le permite percatarse
de que la luz riega por completo el cuarto diáfano en el que se encuentra.
Decide cambiar su postura, ponerse de pie, evitar un mayor entumecimiento de
sus piernas. Entonces, una fría sensación recorre su espina dorsal desde el
coxis a su región cervical. Le está dando su espalda a algo que se cierne sobre
él.
Al girar, se percata de que alguien conocido porta un regalo, un vestigio
de antiguas tradiciones locales sobre sus rosadas manos. “Feliz Año Nuevo,
papá, y feliz Navidad. La encontramos Marcos y yo junto a un portal. Pensamos
que te gustaría. Gracias por cuidar de nosotros esta noche” felicita Nadia con
esa voz aterciopelada, tan cálida que se siente como un sutil abrazo para su
padre. La chiquilla soporta sobre sus palmas una bola de cristal. En su
interior, un abigarrado árbol de Navidad comparte lugar con un pequeño Belén.
Se realiza el intercambio. Él recibe el inesperado presente de manos de su
hija. Lo agita. Empieza a nevar. En la bola de cristal. En las calles de
Madrid, para darle la bienvenida al nuevo año.
Me encanta cómo te expresas, esto me ha dejado con ganas de más, ojalá conocer ese nuevo mundo en el que habitan las "nuevas" tradiciones u obligaciones, más bien, para protegerse de.
ResponderEliminarInfinitas gracias por tu comentario^^ y me lo pensaré. Lo mismo en un tiempo hago una continuación.
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