El
crepúsculo ya asomaba sobre el recóndito valle. Entre sus dos laderas, un
desvencijado puente de piedra. Bajo él, el río de los recuerdos hacia el mar
del olvido. Un capote de sombras las envolvía, pero sus cañas brillaban con
cada luminaria que pescaban. Esas luminarias eran recuerdos de otros, de
tiempos pretéritos.
Sobre
el borde posterior del puente, sentadas sobre dos peñascos grisáceos y con los
pies colgando al vaivén del viento, pasaban las horas desde la alborada hasta
el ocaso. Eran jóvenes, recién llegadas a la edad adulta, pero no pertenecían a
este mundo. Tampoco eran diosas, simplemente se sentían sobrenaturales. “Es el
recuerdo del primer beso” afirmó la de melena cobriza. “El mío es la muerte de
un ser querido” musitó la de cabello tizón. Reían, lloraban, reflexionaban,
conversaban, regresaban a sus vidas terrenales cada anochecer y retomaban la
pesca cuando despuntaba el alba.
La
noche ya invadía el recóndito valle. Entre sus dos laderas, un desvencijado
puente. Sobre él, las dos muchachas se hacen volátiles, se fragmentan en
infinitas partículas que fluyen hacia el río. Se convierten en recuerdos.
- ¿Recuerdas
cuando pescábamos en el río de los recuerdos? - preguntó la anciana de melena
nívea.
- Parece
que nuestros recuerdos nunca llegaron al mar del olvido - aseveró la anciana de
cabello cano.
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