Una Habitación Roja




La estancia era una habitación roja. 


Cuando se adentró en su interior, no había más que una penumbra mal disimulada y el denso olor de lo que queda olvidado durante demasiado tiempo. Fue al encender el interruptor e iluminar la sala cuando por fin se percató. Lo que allí residía era mucho más que una luz a medio alumbrar y el hedor a cerrado, encontró una tecnología ignota. Ese cuarto, que había permanecido en letargo durante una eternidad como poco, estaba atestado de palancas, interruptores, diversos botones y coronado por cuatro pantallas de un tamaño excepcional, cada una de ellas situada de manera contigua a la otra. 


Ella se acercó al centro de la habitación con cautela y se acomodó suavemente parte del cabello por detrás de las orejas. Su rostro era la viva imagen de una dicotomía, viraba de forma aleatoria entre la fascinación y el más absoluto terror. 


- ¿Cómo he llegado aquí? ¿Qué es este lugar? – preguntó con un deje estridente a la nada. Y es en esos instantes en los que nos preguntamos el porqué de hablar en alto en una habitación vacía, como si hubiese algún ser agazapado que observa de forma constante y tan solo pudiese ser atisbado a través del rabillo del ojo. Al tratar de observar ese límite lateral en el que la visión se nubla y se vuelve traslúcida, ella creyó percibir una sombra intentando escabullirse. Con algo de esfuerzo y una pizca de tesón, consiguió acorralar a la sombra con su mirada curiosa, pero esta realizó una alabanza como premio y se desvaneció, convirtiéndose en una mixtura de humo y gas. Entonces (y solo entonces) la maquinaria de la habitación se puso en marcha: las luces infinitas parpadeaban, los engranajes electrónicos mugían y las pantallas mostraban con detalle una escena cotidiana al azar en una urbe cualquiera, con varias decenas de personas transitando por su calles y el espeso ralentí del tráfico mañanero.


“Seleccione objetivo” – recomendó una voz artificial con una llamativa afinación metálica a través de los altavoces de la sala y, tras la sugerencia, una especie de aspa luminosa surgió de una de las enormes pantallas. Invitaba al usuario a juguetear con ella, a desvelar con premura en qué consistía el secreto que yacía entre tanto lirismo tecnificado.


Agarró la única palanca que refulgía parpadeante sobre el panel de mando y, con ella, situó el centro del aspa de la pantalla sobre una joven que esperaba con impaciencia la apertura del semáforo para cruzar. Y la luz para peatones cambió de rojo a verde, pero la joven no pudo atravesar el paso de cebra, no. Su usuaria había pulsado un botón en cuyo rótulo superior figuraba la palabra “control” con tipografía de color rojo. 


Ahora, esa chica que había deslizado el lateral de su cabello por detrás de sus orejas con sus gráciles dedos, aquella muchacha que, hasta hacía un instante, había estado persiguiendo una sombra a través del rabillo de su ojo se había convertido en usuaria, tenía pleno control sobre la joven que aguardaba con inquietud la apertura del semáforo. Tenía pleno control sobre sus movimientos, sobre sus sentidos, sobre sus pensamientos, miedos, anhelos. Sobre sus recuerdos. Una había cedido de manera involuntaria toda su autonomía a la otra, una había dejado de ser para convertirse en títere. Y siempre hay un “otra” que ejerza control por la fuerza, aunque desconozca de dónde le surge la posibilidad e ignore el porqué.

 El equilibrio tiende a romperse.


Las paredes de la estancia se habían pintado de un rojo carmesí. En aquella habitación roja se oía una carcajada histriónica mientras alguien manejaba los hilos sin advertir que iba convirtiéndose de forma progresiva en una nueva sombra.
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La Farmacia






El verano. Agosto. Una tarde que pretende cerrar por vacaciones y por riesgo de asfixia. Un silencio inmaculado dentro de un local que se interrumpe de manera constante por el girar de los ventiladores de las computadoras. No hay palabras. Ni siquiera onomatopeyas. Todo parece abocado al más absoluto e irremediable hastío. Alguien (único animado) permanece con las mirada fija hacia una pantalla de ordenador, aunque sus pensamientos se dirijan más hacia una nada infinita. Una sensación de ausencia suspendida por el siseo átono de la puerta automática.


Y se escucha un crepitar. Y otro. La realidad es que nadie atraviesa el umbral y ese alguien se pregunta si lo que sucede ha sido fruto de algún espectro incorpóreo o el mero crujido de la botella, que posa sugerente junto a su posición, al empezar a descongelarse el agua. Sin embargo, al crepitar le sucede el estallido de diversos plafones de luz y la penumbra se apodera de la estancia. Cae la noche en el interior de la farmacia. Y el miedo. Y el pánico. Y la inestimable compañía del plasma luminiscente, abarrotado de enlaces directos y documentos ininteligibles, comienza a fallar, empieza a fallarle y a tiritar. Y forma finísimas tiras opacas entre las que se intercalan otras con la información distorsionada. Se hace la más absoluta oscuridad y también un tenue rumor.


Una caricia. Ese alguien nota cómo el lánguido tacto de unos dedos invisibles recorre una de sus mejillas. Una y otra vez. Una y otra. Se oye el castañear, el repiqueteo de los molares superiores contra los inferiores, una y otra vez. Una y otra. Y los temblores comienzan a manifestarse. Una vibración violenta en su interior que se acentúa con el leve susurro que experimenta en sus oídos. “Perdóname. Perdóname. Perdona”. Los tremores inician una nueva acometida, en esta ocasión en el exterior. La trastienda se agita y con cada sacudida el pánico se acrecienta. El murmullo que penetraba en su pabellón auditivo se hace voz y las paredes retumban acobardadas. El sonido se vuelve atronador “Perdóname. Perdóname. Perdona”. Una y otra vez. “Perdóname. Perdóname. Perdona”. Una y otra. “Perdóname. Perdóname. Perdona”.


Y se hace la luz. Y despierta de su breve cabezada. Los plafones permanecen intactos y un reguero húmedo y transparente recorre una de sus comisuras. Perdóname, perdóname. “Perdona, tengo una receta de la seguridad social. Oiga. ¿Hay alguien?”. El verano. Agosto. El silencio, el hastío, el sueño y la realidad. Una vigilia anodina que se ve perturbada por el sugerente onirismo, por un subconsciente macabro y por un paciente con una receta en la mano. La rutina. Vuelta a la rutina.
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El Río de los Recuerdos



“Pescábamos cada día en el río de los recuerdos”.

El crepúsculo ya asomaba sobre el recóndito valle. Entre sus dos laderas, un desvencijado puente de piedra. Bajo él, el río de los recuerdos hacia el mar del olvido. Un capote de sombras las envolvía, pero sus cañas brillaban con cada luminaria que pescaban. Esas luminarias eran recuerdos de otros, de tiempos pretéritos.

Sobre el borde posterior del puente, sentadas sobre dos peñascos grisáceos y con los pies colgando al vaivén del viento, pasaban las horas desde la alborada hasta el ocaso. Eran jóvenes, recién llegadas a la edad adulta, pero no pertenecían a este mundo. Tampoco eran diosas, simplemente se sentían sobrenaturales. “Es el recuerdo del primer beso” afirmó la de melena cobriza. “El mío es la muerte de un ser querido” musitó la de cabello tizón. Reían, lloraban, reflexionaban, conversaban, regresaban a sus vidas terrenales cada anochecer y retomaban la pesca cuando despuntaba el alba.

La noche ya invadía el recóndito valle. Entre sus dos laderas, un desvencijado puente. Sobre él, las dos muchachas se hacen volátiles, se fragmentan en infinitas partículas que fluyen hacia el río. Se convierten en recuerdos.

- ¿Recuerdas cuando pescábamos en el río de los recuerdos? - preguntó la anciana de melena nívea.

- Parece que nuestros recuerdos nunca llegaron al mar del olvido - aseveró la anciana de cabello cano.



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De Generaciones




“Me aburro. Y no, no hablo del estado reactivo de la propia mente frente a la falta de estímulos de interés, no, no hablo de hastío, ni siquiera de tedio. Hablo de una profunda inapetencia, de una honda inacción ante lo que me generaba cierta satisfacción. Es el aburrimiento en su estado primigenio, una autarquía de carencia de interés, que no se plantea la entrada de nuevos estímulos exteriores para satisfacer su ya abultada demanda. Es el summum. Fijas la vista y ahí descansa la misma fotografía durante horas. No buscas evasión, no buscas la fuga de pensamientos, no, sino que la favoreces, te regodeas en tu propia miseria mientras te formulas un millar de preguntas retóricas, y lo son porque no quieres analizarlas, no quieres respuestas, quieres caer en la decadencia, en tu propia autocomplacencia de mierda.

Ese soy yo. Y tú, aunque aún no lo sepas. Somos la Generación Vacía. Volcamos nuestras frustraciones en textos que nadie quiere leer, molestamos a los demás a través de los altavoces de nuestros móviles con música que ni siquiera deseamos escuchar, hablamos sobre lo que no entendemos, pedimos respeto cuando no respetamos y vemos alterado nuestro statu quo cuando se rebaten nuestros dogmas. No hay argumentos, solo bloqueos, escarnio y violencia verbal a través del anonimato de las redes sociales. Somos verdadera escor...”.

-Demian, apaga ya esa puta grabadora, que no vives en los años ochenta. Me ha llamado Harry, dice que si vamos al Chinaski a tomar unas cañas.

Demian acciona el botón de apagado con cierta apatía. La entrada en escena de su compañero de piso ha desbaratado sus planes de rezongarle sus penurias a su vieja grabadora Phillips. El muchacho vive tan agobiado con el presente que ha acabado enquistado en el pasado muy a su pesar. No pertenece a la “Generación Vacía”, es un millennial elitista con ciertas ínfulas de supremacía moral. Un gilipollas.

-Joder, Holden, sabes que Saller me cae como el culo. ¿Por qué siempre que quedamos viene ese pedante de mierda?

-Porque es el que paga. Además, necesitamos un intensito para parecer más interesantes. Recuerda que Harry Saller es el genio del sufrimiento. En media hora nos espera en la puerta, así que deja de quejarte tanto, de hablar de hastío y tonterías de esas y ponte la chaqueta.

-Eso es lo malo de estar tan deprimido. Que ni siquiera puedo pensar – dice entre susurros la autocompasión de Demian.

-Esa frase es mía, y deja de copiarme que ya lo haces hasta en tus tuits.

El día oscila entre el naranja del crepúsculo y el añil de la noche que llega. Una figura se parapeta en el interior de su apolillada cazadora. Lavapiés es un hervidero y el Chinaski también. Es un viernes cualquiera en Madrid Central, un viernes de invierno en el que la distancia entre la legalidad y la picardía se miden por el rabillo del ojo.

-¿Quieres drogas, amigo? Hachís, maría, coca...

-No, no, gracias.

-Tengo cosas más duras: speed, éxtasis...

-No, caballero, de verdad que no me interesa. El verdadero éxtasis es iluminación y la inspiración es mi propia sangre sobre los versos de este cuaderno – deambulan los retazos de filosofía barata de Harry en voz alta a través de su boca. Coelho se hubiese sentido orgulloso.

-¿Qué dices?¿Me estás vacilando? – y la sirena de la policía pone fin a una conversación abocada a la trifulca. El camello se agazapa entre las sombras de un portal antes de correr calle arriba. Por si acaso. Batió su récord personal: 10,9 segundos.

-¿Qué pasa, Harry?

-Nada raro, Holden. Buenas, Demian. Señores, ¿dispuestos a ahogar las penas en el lúpulo y acabar la jornada como Max Estrella en el Madrid del esperpento?

No hubo réplica. No hizo falta. Los tres se adentraron en el Chinaski, se los tragó la noche, el alcohol, las penas, las risas y las letras.


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Blanco y Negro




Su figura se me apareció en la esquina entre la calle Warren y la avenida principal como una epifanía ya decrépita. Una figura desangelada, con jirones en sus ropas, el cabello enmarañado y la cara cubierta de grasa color azabache. Había perdido toda saturación, así que su cuerpo había hecho suyo el color blanco, el negro y el resto de sus tonalidades intermedias. Monocroma, por lo que la muchacha debía de ser una cuatro, quizás algo menos. Trataba de pedir ayuda. No. La imploraba con un sollozo molesto que bailaba entre el quejido más agudo y el carraspeo que provocaba su maltrecha garganta.

Los hombres la miraban con desdén mientras percutían sus móviles y yo no era ninguna excepción. Su puntuación inició un descenso gradual hasta alcanzar el dígito número dos, todos los presentes varones lo vimos a través de la app, todos pulsábamos la flecha descendente en su perfil para disminuir su calificación. Y su cuerpo, pálido y convulso sobre el pavimento de la calle, se fue tornando en un blanco cada vez más lechoso y los matices negruzcos iban virando hacia grises claros y límpidos. La policía no tardó en alcanzar nuestra posición ni tampoco se demoró a la hora de reducirla sin ningún tipo de tacto. Nadie supo qué delitos se le presuponían, pero todos pensamos lo mismo. “Es mujer”. “Además, es menos de un cinco”. “Su cuerpo es monocromo”. “Blanco y negro”.

La instauración del crédito social fue un verdadero valor para el género masculino, sin duda. Hombres controlando a las mujeres a través de un sistema de valoración. Cuanto más, más posibilidades y cuanto menos, más señaladas, más parias, más blanco y más negro. Blanco y negro. Un sistema de esclavitud para que los dioses sean varones y las mujeres, mera servidumbre. Neofeudalismo. La máxima demostración del género vencedor sobre el vencido, la derrota de un pensamiento.

....



Su figura se me apareció en la esquina entre la calle Warren y la avenida principal como reflejo de toda una sociedad pútrida. Una figura sobria y regia, con una americana de tweed azulada, el cabello engominado hasta la raíz, la cara impoluta y el ceño fruncido. Y yo ya había perdido saturación, y mi cuerpo se había transfigurado y había adquirido el blanco y negro tan característico de las mujeres menores de cinco, pero aún creía en los últimos estertores de una moral justa. Me equivoqué. Imploré ayuda y lo único que recibí fue el golpear de sus dedos sobre las pantallas de sus móviles.

Me hundí en la monocromía, pero en un último conato dejé mi estampa sobre la fachada del ministerio de igualdad, localizado en el ocaso de calle Warren, allí donde la avenida principal corta en perpendicular. La grasa de motor que embadurnaba mis manos dibujó sobre la pared un mensaje que rezaba la verdad, una verdad que había sido sepultada y olvidada por una supremacía tolerada disfrazada de machismo recalcitrante:

“Feminismo es la idea radical que sostiene que las mujeres somos personas”.
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La Muerte y las Cenizas


Sobre el suelo yacían las ascuas restantes de su cigarrillo antes de convertirse en ceniza. El humo exhalaba sus últimos estertores y mirar cómo zigzagueaba y se retorcía en su agonía le hizo recordar. Recuerdos: encargados de agitar una y otra vez la nostalgia, pura antítesis de la locura. Recordó. Rememoró tiempos anteriores, en los que la ciudad era una cárcel y todo un tornado de almas transitaba por sus calles. Rememoró el caos y los prolegómenos de la guerra.
Recordó una justicia cargada de sangre, dirigida por unos pocos en beneficio de unos menos. Y a esos menos pertenecía él, ingenuo e ignorante ante lo que acontecía en los estratos inferiores, o de eso trataba de convencerse. Pero la chispa prendió y él fue el pedernal que azuzó la yesca. La revolución tuvo lugar y le llevó. Fue arrastrado por ella, porque la revolución tuvo nombre de mujer y ambas (ella y la revolución) fueron de la mano hasta su desenlace.
Cuando todo acabó y el fuego de la rebelión fue ahogándose hasta convertirse en una tibia lumbre, los deseos más primarios de los hombres transformaron una guerra de clases en una contienda civil. Si la revolución fue un alzamiento de las clases obreras contra las pudientes por el mero privilegio de alimentarse, por el derecho a no pertenecer hacinados como ratas de laboratorio en zulos mientras algunos abogaban por un canibalismo de supervivencia, lo que sucedió después se tornó en una masacre entre camaradas, entre hermanos, entre amigos y seres queridos. La inherente naturaleza humana.
Y allí, expectante, como mero espectador, apuraba las últimas caladas de un nuevo cigarrillo mientras veía que venían a por él. Ella regresó para tomarse su venganza, para cerrar el círculo. Ella fue la yesca sometida por el pedernal, pero ahora era una piedra en busca de material seco.
-Aquí estamos otra vez, aunque ahora eres tú la que tiene el cuchillo por el mango. No era consciente, debes creerme. No sabía que torturábamos inocentes.
-Hablas de la tortura como si fuese justo impartirla en según qué ocasiones. La tortura no está regida por mi ética o por tu moral. Lo desalmado, lo cruel, lo inhumano no debe tener cabida en nuestra sociedad – aseguró ella con la voz tomada.
-Así que te he convertido en la propia guerra. No te valió con librar una y ganarla, sino que quieres más y más. Una bonita forma de erradicar lo inhumano, convirtiéndote en su summum.
-Después de tantas vidas cobradas, yo diría que soy la muerte. Vengo a recuperar lo que me quitaste.
-Ya veo, hablas de tu humanidad. La muerte ha llegado y vuelve para tomar lo que le quité - argumentó él mientras dejaba caer la colilla sobre el pavimento.

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Su Lienzo




Cogió una brocha, arañó con ella el azul del cielo y la herida se tiñó de color índigo. Aún quiso más, aún quiso desgarrar su lienzo, cubrirlo de frías tonalidades. En aquel lugar, en lo alto de aquel edificio estaba ella, sus herramientas y el día azul aciano. Era Ícaro y la brocha eran sus alas, pero ella tan solo quiso tocar el cielo, nunca necesitó llegar al sol para saber de su talento.

Azotó con furia, con magenta, con zafiro y con violeta. Su rostro se iluminó, su ópera magna, su tiempo, su vida. Dejó la brocha junto a sus pies y tomó un finísimo pincel, untó sus pelos en blanco y, suavemente, trazó minúsculas esferas sobre su obra:

- Las llamaré estrellas - susurró para sí.

Y quise que, en un inciso, me tuviera en alguno de sus pensamientos. “Píntame en tu lienzo”, murmuré en su oído. Allí estábamos las dos. Por fin no estaba sola: la artista, la musa y el firmamento. En ese instante, soltó el finísimo pincel, cogió uno más grueso y dibujó una esfera de mayor espesor:

- Tú serás mi luna - decidió.

Fue así, y no de otra forma, como la diosa creó la noche.
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La Lotería




Hablaba del suicidio como el fuego sobre el fósforo de una cerilla: inquieto, nervioso y vacilante.

El contacto entre ambos era recurrente: en las noches, cuchillas y venas abiertas en canal, decenas de visitas al hospital y alguna retrospectiva de su vida a cámara rápida y, sin embargo, lo inevitable se postergaba una y otra vez, era incapaz de morir. Quizás las dudas, quizás no era demasiado fuerte, quizás se aferraba a la vida con la esperanza de que esta le diese un receso.

Hablaban de un premio superlativo, el de mayor montante en la historia de los Estados Unidos. El afortunado lo supo a través del informativo que emitían durante el almuerzo. Era él. Él era el único premiado del país y por un momento evitó sentirse muerto en vida y retomó una mala costumbre: ser optimista. “Todo va a cambiar”, se dijo. “Todo va a ir a mejor”, se prometió. Tan solo tendría que esperar hasta la mañana siguiente para cobrar. Miles, millones de dólares. Sus ojos centellearon como la chispa recién prendida y esta vez el símil entre el fuego y él no tenía un cariz negativo.

Sin embargo, la mañana siguiente nunca llegó y no porque él no se esforzase con esmero. Día tras día encendía el televisor a mediodía y escuchaba de los labios del presentador del telediario los números que figuraban en su boleto. Era él. Era el mismo día, una y otra vez. Era un bucle, viviría el mismo día hasta el infinito. Nunca podría cobrarlo. “Nada va a cambiar”, se dijo, “es mi sino”.

Lo encontraron por la mañana, doce horas después de esta última reflexión. El círculo se rompió sin previo aviso y él nunca lo supo. Creyó regresar a su particular día de la marmota y su paciencia se quebró. Maldita ironía. Un vecino del bloque adyacente alertó a las autoridades. “Dejó la cortina sin correr”, comentó el anciano, “Le vi ahorcarse después del desayuno, no tuve tiempo de reaccionar. No sabía qué hacer”, le confesó al policía. Su cuerpo mustio colgaba del techo, su cuello amoratado se encontraba rodeado por una soga. 

Sobre el gres porcelánico de su apartamento, el boleto de lotería premiado: “02, 02, 19, 93”.
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Nuevas Tradiciones





En la estancia cohabitan un infinito silencio y la incomodidad de su postura. De rodillas. Con la espalda erguida y la mirada distraída. Una mirada que se pierde (incluso) más allá de los límites del propio enfoque, generando una visión confusa e imprecisa de la realidad.



Madrid conoce por fin la primera madrugada del año, pero ya no se realiza una cuenta atrás previa, no. Los residentes de todo el estado ya no se atragantan con las doce uvas frente al anodino y clónico programa de turno, frente a ese aparato arcaico conocido como televisor. Ya no se reparten besos entre parientes cuando tañe la última campanada en la Puerta del Sol. Tampoco vibran las calles por la algarabía sónica y pirotécnica de los petardos ni se origina esa creciente ansiedad por el estruendo entre los animales domésticos. Occidente ha cedido.



Nuestro protagonista debe respetar la nueva tradición, como padre, como principal progenitor:  permanecer en vela, lúcido, esperando el crepúsculo que acabe con los macabros designios de esta noche tan señalada, con la intención de expiar los pecados del núcleo familiar, para purgar los malos espíritus. La oración, el recitar de diversos salmos de libros apócrifos. Trabaja con un único fin: impedir la irrupción de los diferentes espectros durante esta madrugada, unos espectros que penetran con el innoble propósito de enturbiar la vida cotidiana de sus allegados el resto del año.  Así ha de hacerse, así se celebra ahora la Nochevieja y el Año Nuevo en todo el país y, por extensión, en todo el (viejo) continente. En esta distinguida residencia, en un céntrico barrio de la capital, todos duermen menos él, todos sueñan, todos depositan sobre él sus temores y esperanzas.



La lentitud del transitar del tiempo le desagrada. Son los minutos los que se mantienen en estado de espera, los que no permiten que se sucedan las horas y convierten su actividad en algo próximo al suplicio, un severo y eterno suplicio. Y en un instante indefinido, distintas luminarias se filtran a través de la única ventana de la desangelada habitación. Bailan traviesas en torno a él mientras acrecienta el volumen de su letanía. Cierra los ojos. Se oye un restallar. Es el miedo lo que hormiguea en sus adentros, lo que provoca el tiritar del cuerpo en su conjunto. Una campana.



Es el clic de su reloj señalando las siete de la mañana. La apertura de párpados le permite percatarse de que la luz riega por completo el cuarto diáfano en el que se encuentra. Decide cambiar su postura, ponerse de pie, evitar un mayor entumecimiento de sus piernas. Entonces, una fría sensación recorre su espina dorsal desde el coxis a su región cervical. Le está dando su espalda a algo que se cierne sobre él.



Al girar, se percata de que alguien conocido porta un regalo, un vestigio de antiguas tradiciones locales sobre sus rosadas manos. “Feliz Año Nuevo, papá, y feliz Navidad. La encontramos Marcos y yo junto a un portal. Pensamos que te gustaría. Gracias por cuidar de nosotros esta noche” felicita Nadia con esa voz aterciopelada, tan cálida que se siente como un sutil abrazo para su padre. La chiquilla soporta sobre sus palmas una bola de cristal. En su interior, un abigarrado árbol de Navidad comparte lugar con un pequeño Belén. Se realiza el intercambio. Él recibe el inesperado presente de manos de su hija. Lo agita. Empieza a nevar. En la bola de cristal. En las calles de Madrid, para darle la bienvenida al nuevo año.
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Qué Será



“Qué será, será...

Whatever will be, will be...

The future is no ours to see...

Qué será, será...”.

Es la tonadilla que resuena en el dial de la radio cuando alguien da por concluida la sesión. El botón de encendido modifica su estado, eleva su posición anterior de manera casi inmediata y el cantar de Doris Day cesa. Alguien ha ejercido la leve acción de presionar con su dedo índice sobre la pieza de plástico, en cuya parte superior se puede leer el epígrafe anglosajón OFF. Ahora, con la incómoda presencia del silencio, ese alguien se deja ver. Una toga tejida de un negro infinito, con capucha propia para cubrir el cabello en su totalidad. En la tez de este ente desconocido: una máscara blanca, inmaculada, sin apenas parafernalia más allá de las dos líneas verticales rojas que surcan de arriba abajo el hueco reservado para los ojos, como dos heridas aún supurantes de sangre que el sistema inmune todavía no ha sido capaz de cicatrizar. La máscara oculta una sonrisa, o quizás dos o tres lágrimas. No se sabe. No se sabe su estado de ánimo. No se conoce qué emoción le ha embargado cuando la canción ha penetrado en el interior de su aparato auditivo para metabolizarla en forma de sentimiento. Esa máscara impide cualquier expresión emotiva, cualquier expresión puramente humana.

En la estancia, la penumbra que entreteje la luz al atravesar la única ventana, situada en el extremo superior de una de las paredes formando una abertura circular. Una puerta. Una silla en sus últimos estertores a juego con la mesa de falso caoba, sobre la que se encuentra la vetusta radio, corona el centro geométrico de la habitación.  En el muro perpendicular, siete cámaras de vigilancia observan con detenimiento cada movimiento que se realiza en este cuarto. Examinan esa penumbra con inusitada minuciosidad, como si tuviesen la intrínseca habilidad de dibujar en detalle cada uno de los espacios sin definir en posesión de las sombras.

Se inicia una intensa algarabía al otro lado de las siete pantallas, un jolgorio que hace presagiar que la acción que analizan con tanto detenimiento procede de un evento que ocasiona altas expectativas. Un evento de gran expectación. Las risas, las charlas, los gritos y las sugerencias. Los hombres. En este lado opuesto, los gestos de complicidad, los chascarrillos, los comentarios a volumen estridente, las especulaciones, los juicios inapropiados sin juez mediante pertenecen de forma exclusiva a integrantes de género masculino. De diversas estaturas, con alto índice de grasa corporal, en su peso ideal o extremadamente delgados, entrados en años o en plena pubertad, alopecia pronunciada, cortes de pelo estrambóticos, con la raya en el lateral, flequillo de punta, con o sin vello corporal, con o sin barba o con una incipiente. De todos los colores, de todas formas, de todas clases, compartiendo un deplorable comportamiento, un despreciable rasgo en común: la visión de un Gran Hermano con un único protagonista oculto, con la única intención de escapar, con la única intención de no ser juzgado. Ellos indagan, buscan cualquier indicio que les permita dar su opinión. Desquiciados intentos de enaltecer un ego maltrecho, fruto de los instintos mal entendidos. Un insulto y un desprecio a la razón. Una nueva sociedad.

De espaldas al ojo que todo lo ve, consciente de lo que sucede más allá de esas pantallas, de retransmisiones en vivo y de rebosante testosterona, el protagonista se permite un receso en su estoicidad. Retira con suma delicadeza la máscara nívea que cubre su rostro. El cabello cobrizo, el iris añil y el párpado lloroso. Rostro de mujer. Entre los sollozos generados, entre inspiraciones entrecortadas, se lleva su mano derecha a sus mejillas, se la lleva a sus lacrimales. Mejilla izquierda, lacrimal izquierdo, mejilla derecha, lacrimal derecho, sentido ascendente. Se seca las lágrimas. Alguien pulsa el botón de plástico que contiene el epígrafe anglosajón ON y da por iniciada la sesión. Ella. La música de Doris Day se escapa de los altavoces de la radio a modo de subterfugio. No necesita opiniones sobre ese instante de debilidad, no busca que existan injerencias entre ellos sobre sus apetencias, no pretende que se especule sobre su físico. No quiere ser juzgada, nunca más. No quiere permanecer oculta, nunca más.

“Qué será, será...

Whatever will be, will be...

The future is no ours to see...

Qué será, será...”.
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